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martes, 5 de abril de 2016

ÚLTIMAS INVESTIGACIONES SOBRE LA TUMBA DE TUTANKAMÓN.

Mascara de Tutankamón

El Ministerio de Antigüedades de Egipto ha rebajado la euforia al declarar hoy en un comunicado que los nuevos estudios con radar en la cámara funeraria de Tutankamón "no contradicen los resultados previos", obtenidos por Hirokatsu Watanabe mediante un georadar especialmente modificado. El especialista japonés, con más de cuarenta años de experiencia en el uso de radares, detectó materiales metálicos y orgánicos al otro lado de los muros. Esta semana ha sido un equipo norteamericano y egipcio, auspiciado en parte por National Geographic Society, el que se ha encargado de escanear meticulosamente los muros de la cámara funeraria y de la cámara del tesoro, con la esperanza de corroborar los resultados anteriores y hallar indicios de cámaras ocultas que podrían contener los restos momificados de Nefertiti, la probable madrastra de Tutankamón, según sostiene Nicholas Reeves.

Las imágenes que ilustran este artículo, exclusivas deNational Geographic, muestran a los jóvenes técnicos Eric Berkenpas y Alan Turchik rastreando la espléndida cámara funeraria y también la del tesoro,¡sorprendentemente vacía!, sin el oro que deslumbró a Howard Carter. Los rastreos con radar se han efectuado esta semana a partir de las cinco de la tarde, cuando ya no quedaban turistas en el Valle de los Reyes, y se han prolongado durante la noche, según explica Peter Hessler en un artículo publicado en la web internacional de National Geographic.

Cámara funeraria


Los investigadores han escaneado los muros a lo largo de cinco niveles o alturas diferentes, con antenas de radar de 400 y 900 megahercios para calcular la percepción de profundidad y las características de estas percepciones. "El equipo destacó que la calidad de los datos en bruto, sin procesar, es excelente y que se han detectado anomalías, pero pronto habrá más información", expresa el Ministerio de Antigüedades egipcio. "No estamos buscando cámaras ocultas", explicó Jaled el Anani, el nuevo ministro de Antigüedades, durante una conferencia de prensa. "Estamos buscando la realidad y la verdad", precisó. A finales de abril se realizarán nuevas pruebas con radares desde la parte superior de la tumba, en el exterior de la misma, mientras que los recientes resultados se analizarán en Estados Unidos y en Egipto. Nueva conferencia de prensa en mayo. Habrá que esperar.

Cámara del Tesoro

Fuente: National Geographic,

miércoles, 7 de octubre de 2015

RAMON MUNTANER NIÑERO DE UN PEQUEÑO INFANTE

CURIOSIDADES:


Ramon Muntaner escribió una gran crónica donde recogió multitud de episodios de los que fue testigo. De esas se recoge abajo parte del capítulo 269 de la crónica donde se describe el viaje desde Sicilia a Rosellón entre agosto y octubre de 1315. Se sabe que el día 5 de abril del mismo a-ño nació en Catania el fínate don Jaime, hijo del infante Fernando de Mallorca y de Isabel de Sabrán. Su padre el infante don Fernando, que tuvo que volver hacía Grecia pero estimó oportuno llevar al pequeño infante a Perpiñán, donde residían sus abuelos, Jaime II de Mallorca y Esclarmorda de Foix. El traslado se encomendó a Ramón Muntaner. Un hecho importante, tanto en la salida como en la llegada del viaje, se iba a levantar acta notarial que diera fe que el pequeño infante de cuatro meses era en realidad él. Al ser tan pequeño hubiera sido muy fácil una suplantación. Este infante sería Jaime III, el último rey de Mallorca, que morirá defendiendo sus derechos en la batalla de Lluchmajor. 


RAMON MUNTANER ESCRIBIENDO SU CRÓNICA MINIATURA DEL CÓDICE CONSERVADO EN EL ESCORIAL


Verdad es que así que el infante don Fernando de Mallorca hubo partido de Messina, yo fleté una nave de Barcelona que estaba en el puerto de Palermo, que era de Pere Desmont, y la hice ir a Mesina y de aquí a Catania. Y también envié una dama noble, muy buena mujer, natural del Ampurdán, que se llamaba doña Agnés de Adri, que era viuda y había venido a Sicilia en la compañía de doña Isabel de Cabrera, esposa del noble don Bernat de Sarriá; y aquella había tenido 22 hijos, y era muy piadosa y muy buena. Convencí a doña Isabel y a su noble esposo que me la dejaran para que yo le recomendara al señor infante don Jaime, hijo del señor infante don Fernando. Cortésmente me la dejaron; y yo le encargué el cuidado del señor infante, ya que había tenido tantos hijos y era buena y buen y honrado linaje. También disponía yo de una buena mujer que había pertenecido a la casa del señor infante Don Fernando, que había sido enviada por la reina de Mallorca en cuanto supo que aquél se había casado. Luego conseguí dos mujeres más,. Y el infante tenía nodriza buena y de excelente complexión, que era de Catania, la cual lo criaba con mucho afecto. Y además de esta me procuré dos nodrizas más, que metí con sus hijos en la nave, para que, si una se quedaba sin leche, las otras estuvieran prestas, y por esta razón las metí con sus hijos, por si las necesitábamos.

Y así dispuse mi travesía, y armé muy bien la nave; puse en ella ciento veinte hombre de armas, nobles y villanos, y todo cuanto era preciso para alimentarnos y para defendernos. En cuanto tuve la nave preparada en Mesina, llegó de Clarenza de Grecia una barca armada que el señor infante enviaba al señor rey Federico, haciéndole saber, entre otras cosas, que yo debía salir pronto de Sicilia, lo que yo hice de buen grado. Por tierra me fui a Catania, adonde hice que arribara la nave, desde Mesina, y así, a los pocos días de llegar a Catania se encontró allí la nave, e hice que todos embarcaran.

Y cuando llegó el momento de embarcar al señor infante, Ot de Novelles reunió a todos los caballeros catalanes, aragoneses y latinos que había en Catania, y a todos los honrados ciudadanos, y dijo en presencia de todos ellos:

“Señores, ¿reconocéis en este al infante don Jaime, hijo del infante don Fernando y de doña Isabel, su esposa?”.

Y todos respondieron que sí, que habían estado presentes en su bautizo y después lo había visto y reconocido constantemente: “Estamos seguros que es él”.

Y sobre esto Ot levantó escritura pública; y después repitió aquellas mismas palabras, le respondieron igualmente, e hizo hacer otra escritura. Luego lo puso en mis brazos y en mis manos; y quiso tener de mí otra escritura en la que yo lo declaraba libre del juramento y del homenaje que me había hecho y en la que se reconocía haber recibido al infante.

Esto acabado, llevándolo en brazos lo saqué de la ciudad, con más de dos mil personas que me seguían, y lo entré en la nave. Todos le hicieron la señal de la Cruz y lo bendijeron. Aquel día llegó a Catania un portero del señor rey que, de su parte, trajo al señor infante dos pares de vestidos de ropa de oro con pieles.

Y así zarpamos de Catania el primero de agosto del año mil trescientos quince. Así que llegué a Trápani recibí una carta en la que se me decía que me guardara de cuatro galeras que el rey Roberto de Nápoles había armado contra mí, con intención de apoderarse del infante, pues suponía que si se hacía con él recuperaría la ciudad de Clarenza. En cuánto lo supe reforcé más la nave poniendo en ella más armas, más gente y otras muchas cosas.

Zarpamos de Trápani y el tiempo fue tal que hasta el día de Todos los Santos no tocamos tierra de Cataluña. Os aseguro que durante aquellos noventa y un día ni el infante, ni yo ni ninguna de las mujeres salimos a tierra. En la isla de San Pedro se nos unieron 24 naves de catalanes y genoveses, y navegamos juntos porque todos íbamos hacia poniente. Y tuvimos tal temporal que siete de ellas se perdieron, y nosotros y las demás estuvimos a punto de perecer. Pero quiso Dios que el día de Todos los Santos llegáramos al puerto de Salou. El mar nunca causó ningún trastorno ni al infante ni a mí, y no dejé de mis brazos mientras duró el temporal, ni de día ni de noche, y yo lo tenía que sostener cuando mamaba, porque la nodriza no podía sentarse de tan mareada como estaba, y lo mismo les ocurría a las otras mujeres.

En cuanto llegamos a Salou el arzobispo de Tarragona, por medio de Don Pere de Rocabertí, nos envió las acémilas que necesitábamos y nos hizo albergar en casa de Guanenchs. Luego, en cortas jornadas, legamos a Barcelona, donde encontramos al señor rey de Aragón, que acogió muy bien al señor infante, lo quiso ver, lo acarició y lo bendijo. Luego seguimos nuestro camino con lluvias y mal tiempo; pero yo había hecho hacer unas andas en las que cómodamente iban el infante y la nodriza; llevaba una cubierta de lienzo encerado y encima una tela bermeja; y había veinte hombres que se turnaban en llevar las andas en las espaldas.

En ir de Tarragona a Perpiñán invertimos 23 días. En Báscara encontramos a fray Ramón Saguardia con diez jinetes que la reina de Mallorca había enviado para que acompasen al señor infante; no se separaron de nosotros, junto con cuatro porteros del señor rey, hasta que estuvimos en Perpiñán.
Cuando llegamos al Voló, al atravesar el rio Tech, todos los hombres de la villa salieron, se cargaron las andas en las espaldas y llevaron al señor infante a la otra orilla.

Aquella noche los cónsules y gran número de prohombres de Perpiñán, y todos los caballeros que había en la ciudad, estuvieron con  nosotros; y hubiera habido muchos más, pero el señor rey de Mallorca estaba en Francia. Y así entramos en Perpiñán con gran honor, y nos dirigimos al castillo, donde estaba la reina, madre del señor rey de Mallorca, y del señor infante don Fernando, y la reina esposa del señor rey de Mallorca; y ambas, al vernos subir al castillo, bajaron hasta la capilla.


FACHADA NORTE DEL PALACIO DE LOS REYES DE MALLORCA EN PERPIÑÁN CAPITAL DEL REINO DE MALLORCA


Cuando estuvimos en la puerta del castillo, yo tomé en brazos al señor infante, y con gran alegría lo llevé hasta las reinas, que estaban sentadas juntas. Y Dios nos conceda a todos el mismo gozo que tuvo mi señora la reina su abuela cuando lo vio tan gracioso y bueno, con la cara sonriente y bella, y vestido de ropa de oro, con capa catalana y pellote y con una capucha del mismo paño en la cabeza. Me acerqué a las reinas, me arrodillé y les besé a las dos las manos, e hice que el señor infante besara la de la reina su abuela. Y en cuanto se las hubo besado, ella quiso cogerlo con las manos, pero yo le dije:

“Señora, vuestra gracia y meced no se incomode, porque hasta que me haya aligerado de la carga que tengo no lo tomaréis.”

Y mi señora la reina, sonriendo, dijo que le placia. Y yo seguí: “Señora, ¿Está aquí el lugarteniente del señor rey?”.

“Señor”, dijo ella, “Vedlo aquí”.

Y él se adelantó; y en aquella ocasión era lugarteniente Huguet de Totzó. Pregunté si estaban el baile, el veguer y los cónsules de la villa de Perpiñán; y estaban también los caballeros y todos los hombres honrados que se encontraban en Perpiñán., Y cuando todos estuvieron presentes, hice venir a las damas, nodrizas y caballeros, ya la nodriza de don Fernando. Y ante las damas, las reinas y los demás, les pregunté tres veces.

“¿Este niño que te3ngo en brazos, conocéis que sea el infante don Jaime, primogénito del señor infante don Fernando de Mallorca y de doña Isabel, su esposa?”.

Y todos contestaron que sí. Lo dije tres veces, y  las tres contestaron que sí, y que era cierto lo que yo decía. Cuando hubieron hablado así, dije al escribano que me levantase acta. Y después dije a la reina, madre del señor infante don Fernando:

“Señora, ¿Creéis que este sea el infante don Jaime, hijo del infante don Fernando, hijo vuestro, que engendró en doña Isabel, su esposa?” Y ella respondió: “Sí”.


JAIME III EL PEQUEÑO INFANTE


Y también lo dije tres veces, y a cada una me respondió que me daba por bueno, por leal y por libre, y que me exoneraba de cuanto debía a él y a su hijo. Y de esto también se levantó acta.

Y cuando todo esto se hubo acabado, entregué en buena hora al dicho señor infante don Jaime. Y ella lo tomó y lo besó más de diez veces; y luego lo cogió la reina joven y también lo besó muchas veces; y finalmente lo volvió a coger la reina su abuela y lo entregó a su dama doña Perellona, que estaba cerca.

Y así salimos del castillo y fuimos al albergue donde yo debía residir, o sea a casa de Pere Batlle, y esto pasaba por la mañana. Después de comer volví al castillo y di las cartas que llevaba del señor infante don Fernando a la reina su madre, y las que llevaba para el rey de Mallorca, y les comuniqué los mensajes que se me habían encomendado.

¿Qué os diré? 15 días estuve en Perpiñán,,y todos los días iba dos veces a ver al señor infante, tal era la añoranza que sentí en cuanto me separé de él, que no sabía que me pasaba. Y me hubiera quedado más tiempo, a no ser que Navidad se nos echaba encima; y me despedí de las dos reinas y de todos los de la corte, pagué a los que me habían acompañado, y devolví a doña Agnés de Adri a su casa, cerca de Bañolas. Y la reina se portó muy bien conmigo y con todos los demás.


miércoles, 30 de septiembre de 2015

LA BATALLA DE EYLAU

CURIOSIDADES:


Este es el testimonio de un participante de esta batalla acontecida en el 8 de febrero de 1807 en la actual Ilawka, anteriormente Eylau, entre las fuerzas rusas y las fuerzas de Napoleón. Su protagonista, el general francés barón de Marbot.


NAPOLEON EN EL CAMPO DE BATALLA DE EYLAU POR ANTOINE JEAN GROS
 

El 8 de febrero por la mañana, la posición de los dos ejércitos era la siguiente: los rusos tenían Serpallen a su izquierda; su centro ante Auklapen, su derecha en Schmoditten, y aguardaban ocho mil prusianos que debían presentarse en Althoff y formar su extrema derecha. El frente de la línea enemiga estaba cubierto por quinientas piezas de artillería de la que la menos había un tercio de gran calibre. La situación de los franceses era mucho menos favorable pues no habiendo llegado todavía sus dos alas, el Emperaodr sólo tenía, al comenzar la acción, una parte de las tropas con las qué había contado para dar la batalla. El cuerpo del mariscal Soult fue colocado a la derecha, que era la izquierda de Eylau; la guardia en esta ciudad; el cuerpo de Augereau estaba entre Rotchenen y Eylau, frente a Serpallen.

El enemigo formaba, como se ve, un semicírculo alrededor de nosotros, y los dos ejércitos ocupaban un terreno en el que hay numerosos pantanos, pero la nieve los cubría.

Ninguno de los dos bandos se dio cuenta de ello ni disparó proyectiles a rebote para romper el hielo, lo que habría llevado a una catástrofe semejante a la que tuvo lugar en el lago Satschan, al final de la batalla de Austerlitz.

El mariscal Davout, que esperábamos a nuestra derecha, hacia Molwitten, y Ney, que había de formar nuestra izquierda por la parte de Alhoff no había parecido aún cuando, al apuntar el día, hacia las ocho aproximadamente, los rusos comenzaron el ataque con una preparación artillera de las más violentas, a la que nuestra artillería, aunque menos numerosa, respondió con tanta mayor ventaja cuando nuestros artilleros, mucho más informados que los del enemigo, apuntaban a masas humanas sin parapetar, mientras la mayoría de los proyectiles rusos se estrellaban contra las paredes de Rothenen y Eylau. Una fuerte columna enemiga avanzó pronto para tomar esta última población; fue vivamente rechazada por la guarida y por las tropas del mariscal Soult.

El emperador supo entonces, con alegría, que desde el campanario se veía acercarse el cuerpo de ejército de Davout, llegando por Molwitten y marchando sobre Serpallen, de donde expulsó a la izquierda de los rusos, que rechazó hasta kalein – Sausgarten.

El mariscal ruso Benningsen viendo su izquierda derrotada y su retaguardia amenazada por el audaz Davout, decidió aplastarle llevando contra él una gran parte de sus tropas. Entonces, Napoleón quiso impedir este movimiento haciendo una diversión sobre el centro enemigo y mandó a Augereau ir a atacarlo, aunque preveía la dificultad de esta operación.

Pero hay en los campos de batalla circunstancias en que es preciso saber sacrificar algunas tropas para salvar le mayor número y asegurar la victoria. El general Corbineau, ayudante de campo del Emperador, fue muerto junto a nosotros de un cañonazo en el momento en que llevaba a Augereau la orden de marchar. Este mariscal, pasando con sus dos divisiones entre Eylau y Rothenen, avanzó fieramente, contra el centro de sus enemigos, y ya la catorceava línea de nuestra vanguardia se había apoderado de la posición que el Emperador había ordenado tomar y conservar a toda costa, cuando las numerosas piezas de grueso calibre que formaban semicírculo en derredor de Augereau lanzaron una lluvia de obuses y metralla tal, que no la hay semejante en memoria humana.
En un instante nuestras dos divisiones fueron machacadas bajo esa lluvia de hierro. El general Desjardins murió, el general heudelet fue gravemente herido. No obstante, se resistió firmemente hasta que, habiendo quedado casi enteramente destruido el cuerpo de ejército, fue forzoso transportar lo que quedaba cerca del cementerio de Eylau, excepto la línea 14 que, totalmente rodeada de enemigos, permaneció sobre el montículo que ocupaba. Nuestra situación era tanto más enfadosa por cuanto un viento muy violento nos lanzaba al rostro una nieve muy espesa que impedía ver más de quince pasos de distancia, de manera que varias baterías francesas dispararon sobre nosotros junto con las enemigas. El mariscal Augereau fue herido por un vizcaíno. 


SIMON FORT PINTÓ UNA DE LAS CARGAS DE CABALLERIA MÁS GRANDE DE LA HISTORIA EN EYLAU


No obstante, el sacrificio del 7º cuerpo había producido un buen resultado, pues no sólo el mariscal Davout, desembarazado por nuestro ataque, había podido mantener sus posiciones sino que se había apoderado de Klein – Sausgarten y había llevado su vanguardia hasta Kuschitten, sobre la retaguardia enemiga. Fue entonces cuando el Emperador, queriendo dar el gran golpe, hizo pasar entre Eylau y Rothenen noventa escuadrones mandados por Murat.

Estas terribles masas, cargando sobre el centro de los rusos, lo hunden, lo sablean y lo ponen en el mayor desorden. El valiente general D’Hautpoul murió en el choque al frente de sus coraceros, como el general Dahlmann, que había sucedido a Morland en el mundo de los cazadores de la Guardia. El éxito de nuestra caballería aseguraba la victoria en la batalla.

En vano ocho mil prusianos que habían escapado a la persecución del mariscal Ney, entrando por Althoff, intentaron un nuevo ataque dirigiéndose, no se sabe por qué, a Kuschitten, en vez de marchar sobre Eylau; el mariscal Davout los rechazó, y al llegar el cuerpo de Ney que apareció al caer el día en Schmoditten, haciendo temer a Benningsen quedarse con las comunicaciones cortadas, ordenó este últimoi la retirada hacia Koeningberg dejando a los franceses dueños de aquel horrible campo de batalla, cubierto de cadáveres y de moribundos. Desde la invención de la pólvora no se habían visto tan horribles efectos, pues, considerando los efectivos que combatieron en Eylau, es de todas las batallas antiguas y modernas aquella cuyas pérdidas fueron mayores relativamente.
Los rusos tuvieron veinticinco mil hombres fuera de combate, y aunque se haya rebajado a diez mil el número de franceses heridos por el hierro o el fuego, lo evalúo al menos en veinte mil hombres. ¡El total para los dos ejércitos fue, pues, de cuarenta y cinco mil hombres, de los que murieron más de la mitad!

El cuerpo de ejército de Augereau estaba casi enteramente destruido. De quince mil hombres al principio de la acción sólo le quedaban tres mil, mandados por el teniente coronel Massy: el mariscal, todos los generales y todos los coroneles habían sido heridos o muertos.

Cuesta trabajo comprender por qué Benningsen, sabiendo que Davout y Ney estaban aún en retaguardia, no aprovechó su ausencia para atacar la población de Eylau al apuntar el día, con las numerosísimas tropas del centro de su ejército, en vez de perder un tiempo precioso cañoneándonos pues la superioridad de sus fuerzas le había convertido, ciertamente, en dueño de la ciudad antes de llegar Davout, y el Emperador hubiese sentido entonces haber avanzado tanto en vez de fortificarse en la meseta de Ziegelhof para esperar la llegada de sus alas, tal como lo había proyectado la víspera.


SITUACIÓN DEL CAMPO DE BATALLA LA MAÑANA DE 8 DE FEBRERO


Al día siguiente de la batalla, el Emperador mandó perseguir a los rusos hasta las puertas de koeningsberg, pero habiendo algunas fortificaciones en esta ciudad, no juzgó prudente atacarla con tropas debilitadas por sangrientos combates, estando además casi todo el Ejército ruso en Koeningsberg y alrededores.

Napoleón pasó varios días en Eylau, para recoger a los heridos y reorganizar sus ejércitos. El cuerpo del mariscal Augereau estaba casi destruido y sus restos fueron repartidos en otros tres cuerpos. El mariscal obtuvo un permiso para regresar a Francia a curar su herida. El emperador, viendo lejos ya el grueso del Ejército ruso, estableció sus tropas en guarnición en ciudades, burgos y pueblos, por el Bajo Vistula. Durante fines de invierno no hubo hechos notables más que la toma de la plaza fuerte de Dantzig por los franceses. Las hostilidades en campo abierto no se reemprendieron hasta el mes de junio, como veremos después.

No he querido interrumpir aquí la narración de la batalla de Eylau para contaros lo que me sucedió en este terrible conflicto; pero para que podáis comprender este triste relato precisa remontarme al otoño de 1805, en que los oficiales del Gran Ejército hacían los preparativos para la batalla de Austerlitz completando sus equipos.

Yo tenía dos caballos buenos, y buscaba otro mejor, un caballo de batalla. La cosa era difícil, pues aunque entonces los caballos fueron infinitamente menos caros que hoy, su precio era aún bastante alto y yo tenía poco dinero. Encontré por fin una mula, llamada Lissetta, que tenía un defecto terrible y felizmente poco frecuente; mordía como un bulldog y se arrojaba con furia sobre las personas que le desagradaban, cosa que obligó a M. Finguerlin a venderla.

Era costumbre, en el Ejército imperial, que los ayudantes de campo se colocasen en fila, a algunos pasos de su general, y el que estaba en cabeza, marchase el primero, y volviese a colocarse el último después de cumplir la misión que el general le ordenaba, a fin de que, partiendo cada cual a su turno correspondiente, los peligros quedasen equitativamente repartidos.

Un bravo capitán de ingenieros llamado Froissard, que aunque no era ayudante de campo servía al mariscal Augereau, hallándose el primero de la fila, fue encargado de la misión de llevar la orden de ataque al 14º de línea. Froissard partió al galope y le perdimos de vista entre los cosacos, y le vimos más ni supimos qué había sido de él.

El mariscal, viendo que el 14º de línea no se movía, envió a otro oficial llamado David: tuvo la misma suerte que Froissard; no oímos hablar más de él. Es probable que los dos quedasen muertos y despojados, y no se los pudo reconocer entre los numerosos cadáveres de que había quedado cubierto el suelo.

Por tercera vez, el mariscal llama: “¡El oficial de turno para un mensaje!”¡Me tocaba a mí, ahora!

Al verme, presintiendo tal vez la muerte de su antiguo camarada, su ayudante predilecto, los ojos del buen mariscal se llenaron de lágrimas, pues no podía disimularse que me enviaba casi a una muerte cierta; pero era preciso obedecer al Emperador; yo era un soldado; no se podía enviar a uno de mis compañeros en mi lugar, no yo lo hubiese consentido. Hubiera sido deshonrarme. Y me lancé.

Pero aunque iba a sacrificar mi vida, creí un deber tomar las precauciones necesarias para salvarla. Yo había notado que los dos oficiales que partieron antes que yo llevaban sable en mano, lo que me llevaba a creer que tenían intención de defenderse contra los cosacos que los atacaban durante el trayecto; defensa irreflexiva, según mi parecer, pues les había obligado a detenerse para combatir una multitud de enemigos que habían terminado por aplastarlos. Me puse, pues, a la tarea con otro plan; dejé mi sable envainado y me consideré un jinete que quiere ganar un premio de carrera y se dirige lo más de prisa posible, y por la línea más corta hacia el objetivo indicado, sin preocuparse de lo que tenga a la derecha o a la izquierda o ante sí. Mi meta era el 14º de línea y decidí alcanzarlo sin fijarme en los cosacos, que anulé en mi mente.

Este plan me salió a pedir de boca. Lissetta, más ligera que un golondrina, volando más que no corriendo, devoraba el espacio, franqueaba montones de cadáveres de hombres y caballos, los fosos, los fustes de trincheras rotos, las llamas mal apagadas de los vivaques. Miles de cosacos dispersos cubrían la llanura. Los primeros en verme hicieron como cazadores que han visto la liebre; me señalaron unos a otros con gritos  “¡Tuya, tuya!” Pero ninguno de ellos intentó detenerme, primero por la extrema velocidad de mi carrera, y también porque, siendo tan numerosos, cada cual creía que no podría escapar a sus caradas que encontraría luego. De este modo pasé entre todos y llegué al 14º de línea sin que no ni yo ni mi magnifica mula hubiésemos recibido el menor arañazo.


CARGA DE CORACEROS EN EYLAU POR CHARPENTIER


Encontré el 14º formado en cuadro en lo alto de la loma; pero como las pendientes del terreno eran muy suaves, la caballería enemiga había podido dar varias cargas contra el regimiento francés, el cual, rechazándolas con vigor, estaba rodeado ahora de un círculo de caballos y dragones rusos muertos que formaban una especie de parapeto, dejando aquella posición casi inaccesible a la caballería, pues a pesar de la ayuda de nuestros infantes, tuvo mucho trabajo en pasar por encima de aquel sangriento y horrible atrincheramiento.

Por fin estaba dentro del cuadro. Desde la muerte del coronel Savary, muerto en el paso del Ukra, el 14º estaba mandado por un jefe de batallón. Cuando, entre una granizada de obuses, transmití a este militar la orden de abandonar la posición para intentar unirse al cuerpo del ejército, el me hizo observar que la artillería enemiga, disparando desde hacia una hora sobre el 14º le había infligido tales bajas, que el puñado de soldados que le quedaba serían infaliblemente exterminados si bajaban al llano; que tampoco tendría tiempo de preparar la ejecución de este movimiento puesto que una columna de infantería rusa se acercaba; estaba ta a cien pasos de nosotros.

“- No veo medio de salvar el regimiento”, dijo el jefe del batallón, “volved al lado del Emperador y decidle adiós de parte del 14º de línea que ha ejecutado fielmente sus órdenes, y llevadle esta águila que nos había dado y que no podemos defender. ¡Sería demasiado triste morir viéndola caer en manos del enemigo!”

Y el comandante me entregó su águila, que los soldados, gloriosos restos de aquel regimiento intrépido, saludaron por última vez con gritos de “¡Viva el Emperador!” ¡Ellos que por él iban a morir! Era el Cesar, morituri te salutant de Tácito, pero pronunciado por héroes.

Las águilas de infantería eran muy pesadas, y su peso estaba aumentado por una grande, y fuerte asta de madera de encina en la cual se fijaba esa insignia. La longitud del palo me estorbaba mucho, y como ello, sin su águila, no era ningún trofeo, decidí con consentimiento del comandante, romperla para llevarme el águila solo. Pero en el instante en que, desde mi silla de montar, me inclinaba hacia delante para tener más fuerza en mi operación, una bala de cañón de los rusos atravesó el pico posterior de mi sombrero, a pocos centímetros de mi cabeza. Como llevaba un barbiquejo de cuero que me lo ataba fuertemente a la barbilla, aquello me produjo una sacudida en la cabeza que me atontó, aunque no caí del caballo. Me salía sangre por la nariz, orejas y ojos; no obstante, aún oía, observaba, comprendía, aunque mis miembros estuvieron paralizados y me fuese imposible mover un solo dedo.

Mientras la columna de infantería rusa que habíamos visto llegaba al montículo. Eran granaderos, con cascos de metal en forma de mitra. Saturados de aguardiente, en número infinitamente superior, se arrojaron con furia sobre los débiles restos del infortunado 14º, cuyos soldados, desde hacía unos días, solo comían patatas y bebían nieve fundida; y aquel día no habían tenido tiempo de preparar ese miserable ágape. No obstante, nuestros bravos franceses se defendieron valientemente a la bayoneta, y cuando el cuadro estuvo hundido, se agruparon en varios pelotones y sostuvieron largo tiempo aquel desigual combate.

En este espantoso choque, muchos de los nuestros, a fin de no verse heridos por detrás, se adosaron a los flancos de mi mula mordedora, que contrariamente a su costumbre, esta impasible. Si yo me hubiese podido mover, la había llevado adelante para alejarla de aquel campo de carnicería, pero me era absolutamente imposible apretar las piernas para transmitir a mi montura mi voluntad. Mi posición era tanto más espantosa cuanto que, como he dicho, había conservado yo la facultad de ver y de pensar… No solo se estaban batiendo en derredor mío, lo que me exponía a recibir un bayonetazo, sino que un oficial ruso que tenía una cara atroz, hacia constantes esfuerzos para traspasarme con su espada, y como la multitud de combatientes le impedía llegar hasta mí, me señalaba a sus soldados, que tomándome por jefe de los franceses, porque era el único a caballo, disparaban sobre mi por encima de la cabeza de sus camaradas. Numerosas balas me silbaban en los oídos. Una de ellas me hubiese quitado la poca vida que me quedaba, cuando un incidente inesperado vino a alejarme de esta espantosa brega.

Entre los franceses adosados a mi mula había un furriel, al que yo conocía. Este hombre, atacado por varios granaderos enemigos, cayó bajo las patas de lissetta, y se agarró a mi pierna, para intentar levantarse, cuando un granadero ebrio e inseguro en sus golpes, habiéndole querido rematar, erró el golpe, perdió el equilibrio, se erguió, y al ver que yo no caía, me atravesó el brazo izquierdo con la bayoneta. Sentí un placer monstruoso al sentir correr mi sangre caliente por mi cuerpo helado. El granadero ruso, redoblando su furor, me daba golpe tras golpe, hasta que a consecuencia de los esfuerzos perdió pie y cayó. Su bayoneta se hundió en el muslo de mi mula, que devuelta por el dolor a sus instintos feroces, se precipitó sobre el ruso, y de un bocado le arrancó la nariz, labios y párpados, toda la piel de la cara, que parecía un cadáver viviente y enrojecido. ¡Era espantoso verlo¡ después, lanzándose con furia entre los combatientes, coceando y mordiendo, derribó todo lo que hallaba a su paso. El oficial enemigo que tan a menudo había tratado de herirme quiso sujetarla por la brida, pero ella le agarró por el vientre, alzándolo, le llevó debajo de la loma fuera de la lucha y después de hacerlo trizas a mordiscos y coces, le dejó moribundo sobre la nieve. Tomando después el camino por donde había venido, me llevó a galope tendido hacia el cementerio de Eylau. Gracias a la silla de húsar que yo llevaba, pude mantenerme a caballo, pero me esperaba un nuevo peligro.

La nieve caía de nuevo y reinaba gran oscuridad cuando, llegando a Eylau, me encontré frente a un batallón de la vieja guardia, que desde lejos me tomó por un oficial enemigo que mandaba una carga de caballería. El batallón entero hizo fuego sobre mí. Mi capa y mi silla quedaron acribilladas, pero no fui herido, ni tampoco mi mula, que atravesaba las tres filas del batallón con tanta facilidad como una culebra atraviesa un seto… Pero este último impulso había agotado las fuerzas de lissetta, que perdía mucha sangre pues tenía una de las gruesas venas del muslo cortada. La pobre bestia cayó al fin y yo rodé por el suelo.

Tendido sobre la nieve entre los montones de muertos y agonizantes, no pudiendo moverme de ninguna manera, perdí insensiblemente la consciencia de mi mismo. Me parecía que me columpiaban dulcemente. En fin, me desmayé, y no bastó a despertarme el gran estruendo que en aquel instante debieron producir los noventa escuadrones de Murat, a la carga decisiva, pasando junto a mí o tal vez por encima de mí.

Estimo que mi desmayo duró cuatro horas, y al reanimarme, he aquí la horrible situación en que me encontraba; estaba completamente desnudo9, con solo mi sombrero y mi bota derecha. Un soldado, creyéndome muerto, e había despojado según costumbre y queriendo quitarme la única bota que me quedaba, me tiraba de una pierna apoyando su pie sobre mi vientre. Las fuertes sacudidas que me daba me habían reanimando, logré incorporarme, y escupí unos cuajones de sangre que me tapaban la garganta. La sacudida producida por el viento del obús me había producido una equimosis considerable; tenía la cara, los hombros y el pecho ennegrecidos, mientras la sangre que salió de mi herida en el brazo teñía el resto de mi cuerpo. Mi sombrero y cabellos estaban llenos de nieve ensangrentada; mis ojos extraviados sumaban horror a mi aspecto. El soldado se alejó con mis ropas sin que me fuese posible dirigirle una sola palabra, tan grande era mi postración. Pero había recobrado mis facultades mentales y mi pensamiento se dirigía a Dios y a mi madre.

El sol poniente lanzó algunos débiles rayos entre las nubes; me despedí de él creyendo verlo por última vez. Si al menos no me hubiesen desnudado, alguno de los numerosos individuos que pasaban junto a mi hubieran reconocido un oficial en mi uniforme, y me haría transportar en una ambulancia; pero al verme desnudo, me confundían con los muchos cadáveres de que estaba rodeado. Y pronto no habría ninguna diferencia entre éstos y yo. No podía pedir socorro y la noche se echaba encima, aumentaba el frío….¿Podría soportarlo hasta el amanecer cuando ya sentía aterirse mis miembros uno a uno?


EL PROTAGONISTA DE LA HISTORIA EL BARÓN DE MARBOT


Ya esperaba morir, pues si un milagro me había salvado entre el espantoso choque de los rusos del 14º, ¿podría esperar un segundo milagro para salir de la horrible situación en que me encontraba? Pues el segundo milagro tuvo lugar, y he aquí cómo. Un ayuda de cámara del mariscal Augereau, a favor del cual yo había intercedido, para que no fuese castigado por haber dado una mala respuesta a su amo, y que me estaba agradecido me reconoció… La alegría de aquel valiente, al que debo la vida, fue extremada. Llamó a mi criado, a algunos ordenanzas, y me hizo llevar a una granja, donde me frotó el cuerpo con ron mientras iban a buscar al doctor Raymond. Este llegó, vendó mi herida del brazo, y declaró que la expansión de la sangre me había salvado.

No tardé en verme rodeado de mi hermano y de mis camaradas. Dieron algún dinero al soldado que se había llevado a mis ropas, para que devolviera los despojos; pero como estaban impregnados de agua y de sangre, el mariscal Augereau me hizo envolver en ropas de su propiedad. El Emperador había autorizado al mariscal a ir a Landsberg, pero su herida le impedía montar a caballo; sus ayudantes se procuraron un trineo en el que habían colocado una carrocería de cabriolé. El mariscal, que no se decidía a abandonarme, em hizo agregar a su persona, pues yo estaba demasiado débil para mantenerme sentado.

Antes de que me relavasen del campo de batalla vi de nuevo a mi pobre lissetta. El frio, coagulando la sangre de su herida, le había taponado; el animal volvió a ponerse en pie y comía paja de los vivaques que los soldados habían usado la noche antes.